La Química es maravillosa. La Literatura también

El pasado curso se organizó desde la Facultad de Ciencias, Estudios Agroalimentarios e Informática de la Universidad de La Rioja el Primer concurso Científico Literario. La actividad dirigida a estudiantes de secundaria se basó en el libro de Rosa Montero sobre la vida de Marie Curie "La ridícula idea de no volver a verte". El concurso tuvo dos partes, una consistente en resolver cuestiones químicas y otra en escribir un relato basado en el libro y sobre todo en las fotos más famosas de congresos científicos como son los congresos Solvay. Al acto de entrega del premio acudió Rosa Montero y junto con su intervención tuvimos la del Catedrático de Química Pascual Román.


Con este post quiero difundir los tres relatos ganadores. Tuve la suerte de formar parte del jurado y poder leer los textos y comentarlos con el resto de los miembros. Una magnífica experiencia. Calidad y emoción. 

Os dejo el link a los PDFs de los tres ensayos con la introducción al ganador. Unas primeras líneas para que no os podáis resistir a descargar los relatos. Manuel Padín, Laura Fernández y Alicia Burgos son magníficos ejemplos de que Ciencia y Literatura no están reñidos (ni deben).

Ganadores con Rosa Montero, Pascual Román, Rector de la UR, patrocinadores y organización.



Autor: Manuel Padín Fernández 

LAS LUCES DE BRUSELAS 

Era 29 de noviembre de 1911, un día nublado y con una lluvia intermitente que no conseguía sumirme en esa generalizada melancolía. Intenté abrirme camino entre la enorme masa de personas y maletas, de lágrimas y emociones, que había en la estación aquel día. Había llegado la hora. Cogí mi vieja maleta, mi paraguas y mi inseparable sombrero negro. El tren para Bruselas estaba a punto de partir. Me despedí con un fuerte abrazo de mi querida mujer y con mil besos de mis hijos. Di un último adiós con la mano, y un mozo me ayudó a cargar mi equipaje. Yo ya no era aquel joven fuerte y enérgico que trabajaba en la industria química de producción de sosa día y noche… Subí al tren con prisa, casi cuando arrancaba. Tomé asiento al lado de una joven inmigrante de origen ruso que me estuvo, durante largo rato, interrogando con preguntas sobre mi vida personal. Por fortuna, se bajó a las dos horas y tuve tiempo para reflexionar acerca de la emocionante reunión de grandes mentes científicas, que se iban a congregar en los próximos días en Bruselas: la Conferencia Solvay. El tema principal era “Radiación y los Cuantos”, y durante esta Conferencia íbamos a debatir, exponer, dialogar y sobre todo aprender de los demás, de sus hipótesis y teorías. ¡Qué ganas de comenzar ya! Tras largo rato de comprobar la lista de ilustres invitados, estuve leyendo el horario estipulado por mi compañero, gran físico y amigo, Hendrik Lorentz, a quien había concedido el cargo de presidente de la Conferencia. Afuera seguía lloviendo, las gotas surcaban de arriba a abajo el cristal, podía ver mi barba blanca reflejada en él. Observando el gris páramo de inhabitadas regiones pasaba el tiempo. El cómodo asiento aterciopelado rojo me infundía un enorme sueño y, aunque me intentaba resistir, había sido un día de grandes cambios y emociones. Caí profundamente dormido. Me incorporé bruscamente con el desagradable sonido de un largo pitido, levanté poco a poco mis ancianos párpados; aún seguía recostado en el asiento. Miré a mi alrededor, ya no había nadie, el tren estaba vacío. Me puse a caminar rápidamente y cuando me disponía a salir, un fornido hombre con un poblado bigote negro me dijo: -Señor Solvay, espero que disfrute su estancia en París-. Se dio la vuelta y con el mismo paso alegre con el que había venido se marchó. No podía ser, tenía que estar equivocado, yo iba a Bruselas, no a París. Bajé del tren y pregunté a una señora que transitaba con ágil caminar por una calle. En efecto, estaba en París. Desilusionado y entristecido -acorde con aquel día apagado-, pude corroborar mi error. ¡Qué necio había sido al no revisar mi billete! Ahora resultaba imposible llegar a tiempo a la esperada conferencia. Todo esto no podía salir a la luz, por aquellos tiempos la prensa me condecoraba como a un filántropo, como al mecenas de la ciencia e incluso me habían apodado como “el Carnegie Belga”. Por todo esto y por mi prestigio como científico, este hecho no podía esclarecerse. ¿Qué pensarían de mí aquellos que leyeran que Ernest Solvay, promotor y productor de la Conferencia Solvay en la que se reunían decenas de brillantes mentes, había llegado un día tarde al no coger su tren correspondiente? 




Este post participa en el LI Carnaval de Química que organiza Scientia.





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